En mi experiencia después de más de 50 años en el mundo de los seguros, he visto todo tipo de situaciones. He estado en todos los lados del mostrador: como gerente de compañía de seguros, bróker y asegurado. Y, aun así, un día pensé que lo había visto todo. Me equivoqué.
He presenciado siniestros provocados con una maestría que haría sonrojar a cualquier estafador profesional: hundimientos perfectamente calculados de embarcaciones en épocas de mala pesca, dolarización, e incluso el famoso contrabando de oro que llevó a más de un conocido directo a la cárcel (y no, ya no nos acompañan). Pero también he constatado cómo las aseguradoras han negado con malicia reclamaciones de buena fe que debieron ser honradas, con la misma frialdad de quien cierra una ventanilla a las 4:59 p.m.
En este recorrido he tenido el privilegio de conocer y hacer negocios con personajes históricos del seguro ecuatoriano: Jaime Guzmán Iturralde (mi mentor), Otto Arosemena Gómez, Eduardo Arosemena Monroy, y sus hijos Eduardo y Antonio Arosemena Gómez-Lince. Profesores como Álvaro Flórez en Casco Marítimo, y pioneros como Galo Calero, quien fue una referencia en el pago inmediato de siniestros. Cómo olvidar a Enrique Salas, Fritz Feller, John Peet, Gonzalo Torres, Norman Pichardo o Juan Gallegos. Pero si hay una brújula viviente en este negocio, ese es el Dr. Eduardo Peña Triviño. No necesita presentación ni favores: su trayectoria habla por sí sola.
Dicho este preámbulo, (quizá un poco largo), hoy el mundo de los seguros me resulta, por momentos, insolente y desleal. Insolente con el asegurado honesto, y desleal con aquellos asesores que, sin tener obligación contractual alguna, han defendido con uñas y dientes la honorabilidad de sus clientes en momentos críticos. He visto a brókeres meter las manos al fuego por sus asegurados cuando un incendio dejó en cenizas el único bien de valor de una familia. Y, después de lograr la entrega de los
cheques de indemnización; en lugar de un reconocimiento personal, recibir un "pase por caja" como si se tratara de una propina por haber hecho bien su trabajo.
Y es que no todos los brókeres son aquellos de apellidos rimbombantes o aquellos con sociedades bajo el tapete con bancos. Algunos, los verdaderos, hacen su trabajo porque creen en la profesión y en el compromiso con sus clientes. Por eso, cuando un asegurado prospera gracias a la gestión de un asesor honesto, lo mínimo que se espera es lealtad y gratitud. Pero no, es mucho pedir, en algunos casos la memoria es corta y la tentación de los "nuevos amigos simpáticos" es más fuerte que el reconocimiento a quien se jugó la camiseta cuando nadie más lo hizo.
Como decía mi padre, la ingratitud no merece ni un cuarto de metro cuadrado en nuestra civilización. Porque el ingrato no solo olvida: es desleal, carece de palabra y juega al mejor postor con dos naipes bajo la manga. Pero, en mi experiencia, jamás imaginé el escarnio sufrido por quienes solo han demostrado profesionalismo en su carrera. Es triste ver cómo quienes ayudaron a construir riesgos hoy sólidos y protegieron fortunas, son hoy desplazados por el servilismo de la figuración. Este caso me las deja claras las cosas los protagonistas, y el horizonte enorme que es la ingratitud. Hasta el próximo blog. ED
Crédito Fotografías: Google Images IA.
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